
Érase una vez en un lejano reino dos hermosas niñas que vivían con sus hermanos y sus padres en una humilde morada. Su querida madre siempre les decía que las dos eran iguales en todo junto con sus queridos hermanos. Los cuatro hermanos se adoraban y se querían muchísimo. Pero, a pesar de lo que su madre decía, ellas estaban estigmatizadas de tal manera que tenían que hacer las camas, limpiar la casa y fregar los platos desde que eran mozuelas. Al cumplir una de ellas los 16 y la otra los 15 apareció una bruja mala que les echó una maldición: “A partir de ahora si queréis que se os valore tendréis que trabajar para así aprender el valor del dinero”. Como los hermanos varones eran más pequeños creyeron que al cumplir la misma edad se les aparecería a ellos también la bruja mala. Pero, por lo visto la maldición sólo era para las mujeres de la casa, porque los hermanos se pusieron a trabajar a la edad casi de jubilarse. Tal y como la sociedad les había inculcado, creyeron que al cumplir la mayoría de edad aparecería el príncipe azul que las amaría eternamente y serían felices y comerían perdices. Y pasaron los años y un montón de príncipes azules (más de los que los padres les hubiese gustado, jajajaja! Y además más de los que ellos sabían.). Al llegar a una edad prudencial, dejaron de creer en semejantes moñeces, se independizaron, basaron su futuro en sí mismas. Estudiaron, tarde, pero, estudiaron y se sacaron cada una un estudio diferente que gracias a su inteligencia y a su perseverancia, lograron conseguir trabajos acorde con su preparación. Ahora son felices y comen, no perdices, sino lo que les viene en gana, y cuando ellas quieren. ¡Ah! Y ya no esperan al príncipe azul, de vez en cuando disfrutan de un revolcón con algún bardo, ya que todo el mundo sabe que son muuucho más divertidos que los príncipitos esos que se rompen de mirarlos. Y las noches de sábado se las puede ver sobre volando los tejados del casco viejo montadas en sus escobas. Jajajajajaja!